Voy sopapeando las suelas de mis zapatos, inclinado hacia atrás para no caer en la bajada. Es la más brusca del parque. Mientras, charlo con mi sombra que ansiosa se alarga, se adelanta y fisgonea la vereda y los matorrales del borde. Una fresca brisa con sus aromas me avisa que la primavera ya casi llega. La siento llena de promesas y de vida. Alborotada, cambiante. A veces algo frenética. La disfruto con el mejor de los ánimos pero cada año me deja un poco más cansado. Mi cuerpo queda exhausto ante su aliento vibrante y mi mente no encuentra donde poner tantos nuevos colores, tanto sentido atiborrado.
Quizás por eso prefiero el otoño sin viento. Es más reposado, más lánguido. Es un irse tranquilo, sin sobresaltos y las sensaciones son igual de profundas. Cruzo una mata de margaritas, corto tres, culpable y a escondidas.
Logrado mi propósito, empiezo el retorno. Elijo otro camino pues si bien es más largo, su suave pendiente es un atractivo que no dejaré pasar. Al cruzar veo entre los árboles la enorme entrada del caño pluvial. Está en el centro de un embudo natural que forman las barrancas. Extrañado, siento su presencia y un escalofrío me recorre la espina. Pasa por debajo de la calle y hasta de la misma costanera, desagua a la vera del río evitando así que cada lluvia se lleve todo.
Ya encaminado, encuentro con sorpresa las flores en mi mano. Las miro de cerca y las veo, soñando, con el tallo detrás de tu oreja. Me vuelvo a reír de tu tonada cordobesa, tan extraña y fascinante en este lugar antaño aún enjaulado por el río. Recuerdo como si fuera hoy tu ¡Presente! al tomar lista la maestra. Terminaste sacándonos la lengua a todos los que te mirábamos al unísono por nueva. Al poco tiempo, mientras la parte femenina del grado te odiaba, creo que empecé a… anhelarte, buscarte. No sé, fue el comienzo. Vos estabas a la defensiva y me herías bravucona sin verme.
Yo hacía chistes que ni siquiera te provocaban una media sonrisa; morisquetas y piruetas tampoco ayudaban. Tu defensa sin fin y lances caballerescos que se dirimían a la salida de la escuela no importaban; nada traslucías. Yo penaba sin haber conocido la pena. Mis notas cayeron en picada y mis padres desconcertados, un día me creían afiebrado y otros francamente lelo.
Durante ese tormento, aquella vez, vi brillar la malicia en tus ojos. Querías realizar conmigo, tu esclavo, el rito iniciático de los futuros hombres de nuestra escuela. Siento aún la culpa de aquel sacrilegio inconfesado. No quería ir, qué susto, qué miedo atroz tenía. Debí hacerme hombre antes, para no demostrarlo, para protegerte. Con la esperanza quizás de conquistarte con mi gallardía, sin tener ni siquiera esas palabras para ayudarme.
Esa boca negra nos tragó inexorable y los primeros pasos en la ceguera absoluta del encandilamiento unieron férreas nuestras manos. Mientras los ojos se acostumbraban, descubrimos las columnas de luz que producía el sol a través de las alcantarillas de la calle. Transitamos ese tártaro como en un sueño, respirando en una y luego en la siguiente. El conducto diabólico era perfectamente circular y liso, no tenía ni tierra. Su esterilidad asombrosa nos pareció alienígena.
Siento un temblor. Me aterro al pensar que es el latir furioso de mi corazón y podrías oírlo. Un instante después comprendo aliviado, al tocar la pared, que solo es un vehículo que pasó por arriba. Al fin vemos la isla redonda y el trecho que falta. Nos sentamos muy juntos en la salida compartiendo una cómplice sonrisa de triunfo.
El sol volvió a jugar con tu pelo que en parte se hace translucido. Incrédulo veo, siento que te reís conmigo. No de mí, conmigo. Nos agarramos de la mano y ayudándonos caminamos por la costa hasta la escalera y el mundo. Dejo atrás el último escalón y me limpio en el felpudo mientras toco el timbre.
— ¡Abuelo! — exclama Margarita colgándose de mi cuello, está tan grande que me cuesta levantarla.
Ve las flores y me pregunta: — ¿Son para la abuela?
— Ajá.
— ¿Te acordaste de más cosas hoy?
—Sí, andá, avisale a mamá que llegué y cambiale las flores al retrato; si te portás bien, esta noche te cuento. Mientras sale corriendo, me abandona la sonrisa y se me pierde la vista en el horizonte de la ventana.
Ay, Margarita…
Carlos Caro
Paraná, 02 de Octubre de 2013
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